POR ESOS CAMPOS DE OLIVARES

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[Jueves04Mayo-2023]

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Antonio Martínez Lara >

POR ESOS CAMPOS DE OLIVARES

El azar me ha llevado al ambiente de mi niñez, a ese entorno del pueblo que por entonces llamábamos “las primeras olivas”. Cuánto ha cambiado la vida del labrador, cuánto. las tareas, antes más pegadas a la tierra, qué pocas bestias, y cuánto ha dejado de llover. Paso por un olivar a punto de dejar de serlo, tragado por la voracidad industrial que esquilma los últimos restos de aquel suelo gredoso que se empantanaba. Me paro junto a un padrón del que apenas quedan unas piedras, breve señal del supuesto desnivel de la linde ayuna de matorrales. La finca ahora la marcan las hiladas de recientes estacas, que en su interior muestran olivas, que así, en femenino, es como en La Loma se llama al árbol de la aceituna. Adentrándome más, aprecio peor alineados y más separados los árboles centenarios, “canta cucos”, por las aves que ya no se oyen en sus añosos troncos. Estos retorcidos pies, tres o cuatro reunidos, expanden por el generoso espacio del marco real de entonces, las escasa copa de hogaño, dejando generoso paso al aire y al sol que antaño trazara el hábil cortador.

Buenos días, buen hombre, suena el ritual saludo que reverbera de mi infancia una voz que parece conocida y que el ala del sombrero impide identificar. Cercano a los ochenta, traza de labrador que desde otra camada larga palique familiar reclamando el secano que se viene abandonando. Señala los paneles que parecen mover la bomba elevadora del agua para el goteo que, sin embargo, se desparrama en charco saliendo del ruedo. Cita resortes de algún habilidoso “papihonrado” que lograba importantes cosechas sin riegos. Hablaba con ciertas cautelas intercaladas con insinuaciones como la de mi apellido unido al esforzado labrador. En lugar de indagar, seguí atendiendo más a sus atinadas críticas sobre la deriva agrícola. Y es que citaba escorrentías crecientes a la vez que padrones y camadas casi desaparecidas que las venían causando dejando tanta tierra sin agarre alguno. Mantenía cierto mosqueo, pero seguí sin reparo su cháchara y camino. Al bordear un cerro, desde cierta altura pasamos por una suave pandera, desde la que se divisaba Baeza tras unas fincas con novedoso laboreo. Al dejar atrás un padrón que separaba de un breve espacio sin desmontar, mi acompañante puso en palabras lo que a la vez pensábamos: Cuánto alivio ofrecían hace años lugares como éste, entonces más abundantes para jornaleros en temporadas sin trabajo, para llevar algo a casa como aquellos “Pescarranas”. Aquel nombre de familia de buscavidas dibujo en su sonriente cara la guasa que se traía. Enumeramos por turno tras las sabidas ranas, los espárragos, “las bellotas como almendra”, la rebusca, las collejas y tantas otras especies que en aquellos tiempos era apreciado alimento en la casa de la familia y en la de quienes les compraban el fruto de su mañosa búsqueda.

Sabiendo ya hacia dónde íbamos, Manolo, que tal era la gracia de aquel olvidado amigo, siguió con sus denuestos contra el acelerado e impetuoso progreso. Primero más suave por las olivas de un único pié o tronco que habían acabado con la amplia separación a que obligaba el llamado marco real, y que ofrecía excusa para la desaparición de camadas o calles entre hileras, al estrecharse éstas. Un poco más allá, su enfado subió, y mucho, de tono al llegar a lo que llamó agricultura intensiva o suicida. Así llamaba a esas hileras de pequeñas olivas ya convertidas en setos interminables que dejaban entre ellas el espacio para la máquina que ordeñaría la cosecha, y al operario que revisaría el imprescindible riego. Ya está la cadena agrícola, igual que la industrial, y el crecimiento obligado impuesto por ese nuevo capitalismo, que presume pomposamente de libre, aunque es ciego y criminal para el hombre. El enfado compartido lo superamos poco más adelante con una cita cómplice.

Apenas a unos cientos de metros aparecía un camino algo más amplio y ensalzado por una glosada encina que nos hizo clamar al unísono “a medio camino/ entre Úbeda y Baeza,/ la encina negra”. La sabia paz del hombre bueno había evaporado el pesar reciente. En su lugar reapareció “el Cabesorro” que llaman en Baeza a la meritoria escultura que ennoblece el paseo que se atisba a lo lejos. También aquel perseverante fiscal Chamorro empeñado en homenajear al filósofo y sencillo poeta incitador de lo mejor de los cincuenta. Manolo, ya henchido de alegre emoción da rienda suelta a los palos y huidas de aquel día que, como tantos otros venían llamando a la libertad. Fue así, con esos emocionados recuerdos, como recorrimos el medio camino hacia Úbeda, evocando otros algo menos épicos, aunque tampoco olvidables.

Úbeda. abril de 2.023. Antonio Martínez Lara.